Talvez en el 2008, en una visita de negocios a San Juan de Puerto Rico, con mi amigo Pablo Burbano, mi superior, Ramiro González, ahora también mi amigo, mi querido Joe Travez de Marriott International, y otro sujeto de quien no merece la pena acordarse, habíamos terminado la tarea un sábado a medio día, y tratábamos de organizar el resto de la jornada. Les pedí que no contaran conmigo (como en el caso del Met de New York), porque yo tenía algo que hacer. Nadie me creyó; pensaron que les estaba embromando.
--Y tú, ¿qué tienes que hacer aquí?, me preguntaron. 
--Tengo que ir al cementerio, respondí.
--¿Al cementerio? ¿Qué estás diciendo?
--Bueno, no creo que lo entiendan. Voy a visitar la tumba de un poeta, Pedro Salinas.
Durante algunos segundos no salieron del asombro. Deben haber pensado que yo estaba medio loco. Se miraron entre ellos, y dejando de lado el golf, las compras, la buena vida, decidieron acompañarme. Fuimos hacia el castillo de San Felipe del Morro, una fortaleza española del siglo XVI, en busca del cementerio, a la orilla del mar. Buscamos durante largos minutos la tumba, sin nadie más en la necrópolis. Cuando finalmente la encontramos, hinqué una rodilla en tierra, y declamé:
--"¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba...?"     
 
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